Un día me caí de la cama. Según el reloj tenía justo el tiempo para arreglarme, desayunarme e irme a trabajar.
Tomé la camionetita, como no tenía dinero en efectivo, enseguida tuve que bajarme. Sentía el segundero en mi cabeza, tendría que devolverme. En eso empezó a llover y no tenía paraguas. Busqué un teléfono para comunicar mi inevitable retardo; pero ninguno servía. Opté por caminar; Media ciudad se movilizaba por una angosta calle resbalosa, me pisaban, se atravesaban y no podía abrirme paso entre aquel mar de gente que no me dejaba llegar a mi trabajo. Me decidí a empujar y una gorda cayó sobre mí: Me fracturó unas cuantas costillas. Seguían los empujones, los curiosos y uno que otro que enredaba sus pies en mi cartera.
Llena de barro iba en la ambulancia. En la clínica comuniqué desesperadamente a las enfermeras la necesidad de que se comunicaran a mi oficina. Fue tanta mi insistencia que llamaron, y antes de anestesiarme la enfermera me dijo:
- Tranquila señorita, el vigilante comunicó que los sábados no habrían las oficinas ni daban información.
Mayerling Vera M.
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